Las grandes empresas se comportan como si fueran más humanas que nosotros George Monbiot Quizá la cuestión moral más importante de nuestra era sea la ubicación de las fronteras de nuestra humanidad. Si un bebé probeta debería ser seleccionado para que sus células puedan salvar la vida de su hermana, si un gemelo siamés debería morir para que el otro pueda sobrevivir y si embriones humanos parciales deberían ser clonados y criados para trasplantes de órganos, son cuestiones que plantean problemas a los que nunca antes nos habíamos enfrentado. Los avances médicos, tan maravillosos pero al mismo tiempo tan aterradores, están erosionando las fronteras de nuestra identidad. En Inglaterra, la nueva Ley sobre los Derechos Humanos está diseñada para darnos algunas de las directrices necesarias para solucionar todo esto. Dicha Ley insiste en que tenemos un derecho inalienable tanto a la vida como a las libertades sin las cuales dicha vida sería miserable. Pero, mientras los derechos a garantizar han sido bastante fáciles de definir, es, curiosamente, el concepto de humanidad el que resulta precario. Pensarías que los seres humanos son criaturas animadas y bípedas como tú y yo. Pero los abogados no lo quieren así. Aunque las grandes compañías no respiren, ni hablen, ni coman (desde luego, lo que sí hacen es reproducirse), están usando ahora las leyes sobre los derechos humanos para exigir protección legal y libertades fundamentales. A medida que su humanidad se desarrolla, la nuestra disminuye. El mes pasado, una empresa minera llamada Lafarge Redland Aggregates llevó al ministro escocés de Medio Ambiente a juicio porque consideraba que sus derechos humanos habían sido violados. El Artículo 6 de la Convención Europea estipula que los seres humanos tienen derecho a ser escuchados en las causas que les atañen "en un plazo de tiempo razonable". Lafarge insiste en que el veredicto de la investigación pública sobre su proyecto de excavar una montaña en South Harris ha sido retrasado irrazonablemente. Según ha argumentado el académico Alastair McIntosh, puede que la compañía tenga buenos motivos para quejarse, pero usar los derechos humanos para defender su causa sienta un precedente aterrador. Este concepto fue desarrollado en Estados Unidos. La decimocuarta enmienda a la constitución fue introducida en 1868 con el objetivo de extender a los negros las protecciones legales que disfrutaban los blancos: la igualdad ante la ley, el derecho a la vida, la libertad y la propiedad. Treinta años después, en 1896, una serie de veredictos dictados por un sistema judicial corrupto, blanco y dominado por las grandes empresas (corporaciones) había logrado negar estos derechos a los negros supuestamente protegidos por dichos derechos, otorgándolos a las corporaciones. Aunque al final las personas negras reclamaron y consiguieron sus protecciones legales, nunca se revocaron los derechos humanos de las corporaciones. Es más, éstas han ido extendiendo las fronteras de su propia humanidad a la vez que han asegurado que la nuestra sea cada vez más restringida. En Estados Unidos, algunas compañías han argumentado que las normativas que regulan su publicidad o restringen sus donaciones políticas infringen su "derecho humano" a la "libre expresión". Insisten en que su derecho a "disfrutar pacíficamente de la propiedad" debería obligar a las autoridades locales a darles permisos de obras y a impedir que se celebren manifestaciones pacíficas en sus tierras. Al mismo tiempo, sin embargo, han contribuido a que los derechos "sociales, económicos y culturales", que nos habrían permitido cuestionar su dominación, sean sólo "aspiraciones". Como ha señalado el abogado Daniel Bennett, el Artículo 13 de la Convención Europea, con el que podríamos haber cuestionado el control absoluto de las corporaciones sobre los recursos fundamentales, ha sido excluido deliberadamente de nuestra propia Ley sobre los Derechos Humanos. El auge de los derechos humanos de las corporaciones ha ido acompañado de la erosión de sus responsabilidades. La responsabilidad limitada permite a las empresas deshacerse de sus obligaciones hacia los acreedores. Las empresas subsidiarias, a las que la ley considera entidades separadas, les permiten librarse de sus obligaciones hacia el resto de nosotros. Y mientras las corporaciones pueden usar las leyes de derechos humanos contra nosotros, nosotros no podemos usarlas contra las corporaciones, porque estas leyes fueron diseñadas para restringir solamente las actividades de los Estados, no de corporaciones. Por lo que a la ley concierne, las corporaciones ahora son más humanas que nosotros. Las consecuencias potenciales son muy importantes. Los gobiernos pueden verse incapaces de prevenir la publicidad del tabaco, los vertidos tóxicos y las exportaciones de armas a países gobernados por dictaduras. No obstante, el debate público de esta cuestión en Gran Bretaña se limita por ahora a las páginas de la Gazeta de Stornoway [nota del traductor: localidad escocesa - véase el caso expuesto arriba]. Las criaturas que inventamos para servirnos están asumiendo el control. Mientras nos hemos estado preocupando por el poder de la nanotecnología y la inteligencia artificial, nuestra dominación ha llegado desde entidades que hemos creado pero que ya no podemos controlar. Seguramente es inconcebible otorgar derechos humanos a un ordenador. ¿Por qué, entonces, a las corporaciones sí?
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